viernes, 27 de julio de 2012

Los abuelos sabios (extracto) - Luis Fernández de Villavicencio

A

buela, háblame del Estado.







            El Estado es una jaula. En ella el pájaro tiene comida y resguardo seguro, pero a cambio debe renunciar a poder extender sus alas. Debe renunciar a su naturaleza. Debe despreciar como si fuera algo ajeno lo que constituye su origen y su destino: la libertad.



            El Estado es el refugio de los cobardes y los débiles. Es el santuario de los pecadores, la ermita de los que no saben estar solos, el hogar de los sin hogar.



            El Estado es una vela encendida en el interior de una cueva, mientras fuera reina solitario el sol de mediodía.

            Alrededor de la llama se agolpan los ciegos, que incapaces de enfrentarse a la luz natural se contentan con un universo frío y sembrado de tinieblas.



            ¿Qué pueden ser ellos, sino objeto de burla y desprecio por parte de los que navegan por el cielo?

            ¿Qué pueden ser, sino víctimas de la compasión de aquellos que no temen a la luz, y para los cuales la única ley válida es la que les dicta su propia naturaleza?



            Para ellos, que tienen como presidente su propia voluntad, como parlamento la intuición, como ley el sentimiento, nada hay que valga la sumisión y la esclavitud.

            Prefieren tiritar de frío en la noche, perdidos y solitarios, aguardando el renacer de un nuevo día, que vivir eternamente bajo la sombra confortable de la indiferencia y la resignación.



            Para ellos, el Estado es el principio del fin. Es el ataúd de los vivos, en el interior del cual puede gozarse del bienestar de los muertos.



            Someterse al Estado es vivir en un infierno sin la esperanza de un paraíso. Es dejarse matar un poco cada día, invirtiendo instantes preciosos, que podrían ser entregados al éxtasis, a rendirle cuentas para no ser condenados.



            Pero rebelarse contra el Estado es como el perro que se rebela contra el amo. No tiene sentido porque el amo le alimenta.

            Sólo cuando el perro se convierte en lobo se vuelve espontáneamente libre sin necesidad de lucha alguna.

            Y en los colmillos verá el amo su valor, y en su aullido su canción de libertad, y en sus ojos su amor hacia sí mismo.



            Y, aun clamando que puede dominarlo, huirá sin embargo despavorido y jamás volverá a molestarle.

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